EL CALOR DE LOS FOCOS
Esta mañana, nada más levantarme, vi el nombre de Txema en los trending topics. Inmediatamente llamé a mi amigo Carlos. Aunque primero me aseguré de que el Txema al que se referían los tuits era el que yo pensaba, y no uno de esos frikis de los realities de la televisión, que siempre me confunden cuando entro en Twitter porque no veo ninguno de esos programas de mierda. «¿Has visto lo de tu amigo Txema?», le pregunté a Carlos en cuanto descolgó. «¿Txema?», respondió descolocado, probablemente aún medio dormido. «Entra en Twitter porque te vas a descojonar cuando veas la que está liando.»
Hacía unos diez años que Carlos y yo habíamos tenido el privilegio de conocer en persona a Txema, la leyenda del heavy de los 80. Todo empezó con una llamada de Carlos, que es muy intenso con todo lo que le apasiona. Quería que le acompañara a un concierto de grupos heavies que habían programado en las fiestas de su barrio. El heavy nunca ha sido lo mío, así que intenté quitármelo de encima con alguna excusa improvisada. Fue entonces cuando me dijo totalmente extasiado que el cabeza de cartel iba a ser Txema, como si ese argumento me fuera a convencer definitivamente. Yo no sabía ni quién era Txema. Lo ubiqué finalmente cuando Carlos me explicó que había sido el primer cantante de una de las bandas más emblemáticas del heavy patrio de los 80, la época dorada de los pelos largos, los vaqueros ajustados y las chupas de cuero claveteadas. Ya digo que el heavy y yo tenemos una relación difícil. De los grupos de hard rock nacional de aquella época, solo soporto algunos temas de Leño, de Barricada y de algún que otro grupo de rock urbano. Para terminar de convencerme añadió, casi fuera de sí, que además íbamos a conocer a Txema en persona. Un amigo suyo trabajaba en la organización de las fiestas y nos iba a dejar entrar al backstage al final de la actuación. Marina y yo acabamos diciéndole que sí, aunque creo que por pena. Carlos acababa de cortar con su última novia y nos sabía mal dejarlo solo. Marina es mi mujer, entonces era mi novia.
Como eran las fiestas del barrio, la noche mereció la pena. Estábamos a mediados de mayo y hacía un tiempo espléndido. Tomamos algo en las barras que habían montado en las calles para la ocasión, alternamos con algunos coleguitas de Carlos y nos fuimos a ver el concierto. Llegamos tarde a propósito porque el único que nos interesaba era Txema, que estaba programado como broche final de la velada.
Todos, incluido Carlos, esperábamos un concierto revival en el que el viejo roquero interpretara los grandes éxitos de la banda con la que había alcanzado el éxito. Como no recordaba cuáles eran, eché un vistazo a Internet. Conocía muchos temas de aquella época, pero siempre me costaba atribuirlos correctamente a sus bandas correspondientes. Todas las bandas heavies de los ochenta me sonaban igual.
El concierto fue, cuando menos, desconcertante. Nada más empezar nos dejó un poco fríos que Txema saliera al escenario solo, con el único acompañamiento de su guitarra. Estaba viejo, aunque mantenía a duras penas algo parecido a unas greñas negras, obviamente teñidas, que contrastaban con su barba cana. El concierto fue un completo bajón, incluso para Carlos. Txema desgranó una selección de temas soporíferos que no conocía casi nadie. Carlos nos aclaró que eran de su último disco en solitario. Fue un alivio que incorporara algunas versiones. Reconocí una de The Animals y otra de John Lennon. Destrozó las dos. No era un gran guitarrista y su voz sonaba impostada, engolada, falsa. Hubo que forzar un bis –que el público pidió con poco entusiasmo– para que por fin interpretara uno de los temas de la mítica banda con la que había alcanzado el top de ventas de casetes en las gasolineras. Fue el momento glorioso del concierto porque todo el mundo se puso a cantar y poco importó lo sosa que sonaba la canción con una instrumentación tan básica. Yo me pasé todo el rato mirando estupefacto a Carlos, que parecía haber olvidado la mierda de concierto que acabábamos de tragarnos y gritaba entusiasmado aquel himno rancio de hacía casi treinta años. «Se la había escuchado al otro cantante», me explicó al final, supongo que para justificar su desaforado fervor, “al que pusieron después de que Txema dejara el grupo, pero no la había escuchado nunca en vivo con la voz original.»
Al terminar le pregunté a mi novia qué tal y, sin que la viera Carlos, hizo el gesto inequívoco de meterse los dedos dentro de la boca para vomitar.
Cuando nos quisimos dar cuenta, Carlos nos empujaba hacia el lateral del escenario donde se suponía que nos dejarían entrar para conocer al ídolo en persona. El amigo que tenía Carlos en la organización nos tenía reservada una sorpresa. Habían preparado una cena informal para Txema y estábamos invitados. En total, contándonos a nosotros, no seríamos más de diez personas las que formaríamos la comitiva. Todo un privilegio.
Fuimos a un bar del barrio que tenía un reservado en el que podíamos estar sin que nadie nos molestara. Era un bar clásico, algo cutre, con su barra de zinc y madera, un buen surtido de grifos de cerveza y una amplia carta de raciones típicas, desde los calamares o el jamón hasta las gallinejas o los entresijos. «Este es el bar más auténtico del barrio», nos explicó Carlos, no sé si a modo de disculpa.
Txema ocupó el lugar preferente, en uno de los extremos de la larga mesa que nos habían adjudicado, y asumió el rol de anfitrión, como si aquella cena fuera una continuación de su actuación y tuviera que satisfacer a un público entregado. Casi todos lo escuchaban boquiabiertos y arrobados mientras él, que debía de imaginarse en una tribuna o un púlpito, soltaba una perorata mezcla de arenga y sermón.
No recuerdo bien el momento en el que nos lo presentaron, pero sí que enseguida, antes incluso de que nos trajeran las cervezas y las raciones, empezó a quejarse del poco caso que le hacían los medios de comunicación y de todos los que le ninguneaban en los últimos años. Según él, por envidia, y porque este país es un país cainita que nunca respeta a sus genios. A mí me pareció un tipo muy resentido, que estaba convencido de ser una leyenda y se creía un mártir. La realidad era que, después de más de dos décadas en solitario, no había cosechado ni un solo éxito. Me descolocó cuando acabó culpando a los partidos políticos, especialmente a los de izquierdas, que, según él, lo tenían vetado.
No me preguntéis cómo todo aquello acabó desembocando en una clase supuestamente magistral sobre el descubrimiento de América y lo beneficioso que había sido para los pobres indígenas, que habían podido evolucionar gracias al contacto con una civilización superior. Sonaba a discurso patriotero, trufado de un montón de barbaridades etnocéntricas o, mucho peor, xenófobas, con un tufo a franquismo revenido que echaba para atrás. Nadie, sin embargo, se atrevió a replicarle. Por respeto al mito, supongo. O porque no les podía caber en la cabeza que una leyendita del rock patrio fuera un facha. Solo Marina, que es profesora de historia, tuvo la osadía de corregirle cuando soltó algunos disparates sobre Hernán Cortés y la conquista de México. Txema entonces torció el gesto, la miró sin ocultar su desprecio y le preguntó cuáles eran sus fuentes. Cuando ella le citó de corrido una bibliografía de al menos seis o siete libros de reputados historiadores, Txema se salió por la tangente diciendo que él conocía a muchos otros historiadores (no dio el nombre de ninguno) con otras opiniones diametralmente opuestas.
De Hernán Cortés saltó, no sé si con algún tipo de transición que no recuerdo, a Blas de Lezo y a algunos otros grandes almirantes de historia de la Armada Española. Supongo que habría estado leyendo recientemente algún libro sobre ese tema. Después de asegurarse de que ninguno de los presentes –incluida Marina– sabíamos demasiado sobre aquellos prohombres de la historia de España, nos soltó un rollo infumable sobre lo injusta que era nuestra patria con nuestros grandes héroes. Su conclusión final fue que la educación española era una vergüenza porque no enseñaba a los niños desde su más tierna infancia a valorar los méritos de las glorias nacionales. Nadie quiso estropear la noche rebatiendo sus ideas y dejamos que se saliera con la suya. Parecía un tipo encantado de conocerse, de escucharse, de aplaudirse a sí mismo.
Cuando terminó aquella pesadilla y pudimos irnos, tenía mucha curiosidad por saber qué opinaba Carlos de su ídolo después de haber podido disfrutar de su grata compañía. La opinión de Marina la sabía sin preguntársela. Carlos meneó la cabeza con pesadumbre y me dijo: «Es un cretino, ¿verdad?» «El gilipollas más grande que he visto en mucho tiempo», dije, «y creído como él solo.» «Y facha, un facha de mucho cuidado», añadió Marina, «que no me quiero ni imaginar qué tipo de libros de historia lee este tiparraco.»
Acabamos repitiendo entre carcajadas algunas de las sandeces que había dicho y pasamos página. Nunca volvimos a hablar de él. Los ídolos son como los cuadros impresionistas, que pierden mucho cuando los ves de cerca.
No me había acordado de este ser patético hasta hoy. Después de echar un vistazo a su timeline y a los comentarios que le han dedicado los tuiteros, he llegado a la conclusión de que debe de haber descubierto las redes sociales hace poco. Las hostias le llovían de todas partes. Nazi, racista y xenófobo eran los calificativos que más abundaban, aunque también había insultos más gruesos. Apoyándolo solo he visto a un nutrido grupo de fachas, de esos que, de forma redundante, decoran sus perfiles con infinidad de banderitas de España. Entre ellos se han colado algunos líderes de la extrema derecha, que han aplaudido sin complejos sus dislates y barbaridades. Txema les ha agradecido su apoyo y les ha ofrecido recíprocamente el suyo.
Al principio me he alegrado del linchamiento público. El mundo merecía saber el tipo de sabandija despreciable que es este individuo. Pero luego, sobre todo después de leer una entrevista en la que defendía todas sus despreciables opiniones con tono desafiante y una chulería sin límites, me he dado cuenta de que debía de estar encantado con todo lo que estaba pasando. No he querido escribir en este relato el nombre de su grupo ni su verdadero nombre porque no puedo dejar de imaginarme el placer que estará experimentando al sentir de nuevo, después de tantísimo tiempo, el calor de los focos.