SEÑALES
Pues me gustaría que supieras, antes de nada, que fue una decisión meditada, sopesada, racional. Aunque hubo señales. Previas. Señales, sí, señales. Y no soy nada supersticioso, pero a veces suceden cosas extrañas, como si la realidad intentara enviarte un mensaje importante por todos los medios posibles. No te estoy hablando de una epifanía ni de nada parecido, sino de señales, señales inequívocas que me decían que tenía que dejarlo.
No sé si alguna vez te habrá pasado lo de escuchar varias veces en poco tiempo una palabra que no has escuchado jamás. Ignoro si esto me pasa solo a mí o si es algo común. Elijo una palabra rara al azar, pongamos latrocinio. Imagina que un día la encuentras por casualidad en algún texto, en una noticia del periódico, por ejemplo, y que más tarde te la suelta un amigo, te tropiezas con ella en una novela y la utiliza algún tertuliano de la tele justo en el momento que te detienes en un canal mientras zapeas. Si eso sucede en un periodo de tiempo muy corto, puedes acabar pensando que podría tener algún significado. Eso es lo que me pasó a mí hace unos meses, y no fue con una palabra rara, sino con un nombre propio, un nombre que no escuchaba desde hacía más de veinte años: Arturo Pardo.
Lo recuerdas, ¿no? El que nos dio Literatura Hispanoamericana en el último curso de la carrera. Creo que no me había vuelto a acordar de él desde el día que supe que había aprobado su asignatura y que ya no tendría que volver a ver su jeta nunca más. Más de veinte años sin pensar en él y de pronto me topé con su nombre en un libro. Nada extraño en principio. Estaba leyendo un ensayo sobre la novela española en las últimas décadas del siglo XX. Te acuerdas de que era novelista, ¿no? Pues ahí aparecía, al final de un epígrafe, apenas reseñado, en muy pocas líneas, en una breve e incisiva crítica que más parecía una venganza.
No hubiera tenido la menor importancia si unos días más tarde no hubiera conocido a Luis Pardo, su hijo, y si su nombre no me hubiera perseguido incluso hasta una de mis clases de 2º de Bachillerato. Pero eso te lo cuento luego. Primero lo de su hijo.
Pocos días después de encontrarme el nombre de Arturo Pardo en aquel ensayo, coincidí con su hijo Luis en un simposio sobre nuevas tendencias en la novela del siglo XXI, al que fui invitado para impartir una ponencia sobre técnicas narrativas. Aunque Luis Pardo era uno de los organizadores, nunca había oído hablar de él. Ni siquiera sabía que Arturo Pardo tenía un hijo. Me enteré de que era su hijo cuando lo comentaron, de pasada, tomando unas cervezas después de las conferencias de la mañana. En ese momento ni siquiera le ponía cara. Al final de la jornada, nos invitaron a cenar y no sé si el azar o qué cosa dispuso que se sentara a mi lado.
Luis Pardo parecía más joven que yo. Calculé que tendría unos cuarenta años. Tenía ese aspecto de dandi decadente que caracterizaba a Arturo Pardo. Durante los entrantes apenas habló, y fue ahí cuando decidí tomar la iniciativa contándole que había sido alumno de su padre. Me arrepentí al instante porque enseguida me di cuenta de que para mantener ese tema de conversación con un mínimo de cortesía tendría que mentir. No le iba a decir que su padre me parecía un pedante insoportable. Me preguntó si sabía que había muerto hacía más de dos años. Reconocí que no tenía ni idea y le dije, con educada hipocresía, que lo sentía. «No te preocupes», me dijo, «tampoco le he echado mucho de menos», y acompañó sus palabras de una sonrisa torcida. Luego me confesó que, cuando murió, llevaba casi veinte años sin dirigirle la palabra. «Puede que fuera un gran profesor», dijo, «pero como padre dejaba mucho que desear». «Tampoco era un gran profesor», me atreví a añadir, y le conté que en sus clases lo único que hacía era leer de forma cansina y monocorde unos apuntes amarillentos. Cuando supo que me había dado clase a mediados de los 90, me contó lo de su divorcio, que había sido por entonces. Sus padres tuvieron un divorcio bronco y un poco violento que provocó que su madre acabara en tratamiento psiquiátrico durante varios años. Luis Pardo y sus hermanos se pusieron de su lado y se desentendieron de su padre. Arturo Pardo no hizo nada para arreglar la situación. No me lo contaba apesadumbrado, sino con cierto tono jocoso, el que se utiliza para hablar de los traumas que se intentan superar. «¿Tenía alguna amante?», me atreví a preguntar. «Sí», me respondió, «una amante muy exigente: la literatura. Por ella acabó perdiéndolo todo.»
Arturo Pardo había sido una joven promesa de la narrativa española cuando tenía veintitantos años. Sus primeras novelas, de principios de los setenta, llamaron la atención de la crítica y se alzó con un par de premios importantes. Aquellas primeras obras se inscribían en la corriente de la novela experimental y se centraban en las preocupaciones y conflictos menores de la burguesía de aquellos tiempos. En la facultad llegué a leer una de ellas, Cuatro huellas de nadie, un aburrimiento de cuatrocientas páginas que en los 90 no tenía ningún interés. Cuando me daba clase, Arturo Pardo era un escritor sin lectores al que la crítica ninguneaba, aunque no había dejado de publicar con bastante regularidad desde su debut. Luis Pardo me contó que en aquellos años se obsesionó con alcanzar la gloria literaria a la que se creía destinado. Lo sacrificó todo para ese único fin. Se encerraba en su despacho durante horas y horas y trabajaba con una obsesión febril, rayana en la locura. Se olvidó de su esposa, de sus hijos, de su higiene, y limitó sus relaciones personales a las que le parecían relevantes para sus aspiraciones literarias. A Luis Pardo le pareció normal lo que le conté sobre sus clases. Estaba convencido de que ni siquiera corregía los exámenes. «Solía aprobar a todos los alumnos para no tener que hacer recuperaciones», dijo, y en ese momento no pude evitar pensar en que yo también había hecho eso en algunas ocasiones. Supongo que ese pensamiento fue el que me hizo pensar en María. Llevábamos meses discutiendo, por cualquier cosa, y el fantasma de la separación se había instalado en nuestra casa sin que ninguno de los dos supiéramos cómo desahuciarlo. Le dije a Luis Pardo, por decir algo para continuar con la conversación, que no había leído sus novelas de aquella época. «Ni tú ni nadie», comentó, «pasaron sin pena ni gloria.»
Muy pocos días después de conocer a Luis Pardo, uno de mis alumnos de 2º de Bachillerato, un alumno tan simpático como incapacitado para emocionarse con la literatura, me quiso regalar un libro que había encontrado en su casa, un libro sobre esos poetas cursis de los que les había hablado unos días antes. Me dio un vuelco el corazón cuando, sonriente, me mostró la portada del libro y leí el nombre de Arturo Pardo. Era el ensayo que había escrito sobre los modernistas hispanoamericanos. Lo había tenido que leer en la carrera para aprobar su asignatura. Pardo era uno de esos profesores universitarios que ponían de tarea sus propios libros para sacarse un sobresueldo. Le dije a mi alumno que se lo agradecía, pero que ya lo tenía, que mejor lo leyera él. Me respondió que ni loco y que, si no lo quería, lo iba a tirar a la papelera. Estuve tentado de decirle que lo hiciera, pero acabé aceptando el presente y sepultándolo, como el que introduce un cadáver en un nicho, en las estanterías más recónditas de la biblioteca del centro.
Ese día tuve otra discusión con María al llegar a casa. Otra discusión o la misma, porque tenía la sensación de que se iba prorrogando día tras día en una secuela infinita. Me encerré en mi despacho y busqué en la Wikipedia la entrada de Arturo Pardo. No había llegado a cumplir los setenta años. Un ictus se lo había llevado de golpe. Eso no lo ponía en Internet, pero me lo había contado su hijo. Busqué noticias sobre su muerte y solo encontré un par de ellas, muy breves, en algunos medios locales de Murcia, la ciudad donde había nacido. Luego regresé a su bibliografía. Era extensa: 16 novelas y 18 ensayos. Su periodo más productivo habían sido los 90. En esa década había publicado cinco novelas. La más relevante era Territorio negro, la que mencionaban en el ensayo que había leído días atrás. Se había publicado un año después de que yo terminara la carrera, así que supuse que sería la obra en la que trabajaba cuando me daba clase.
Busqué Territorio negro en las librerías online. Estaba descatalogada. Me fui entonces a rastrear algún ejemplar perdido en Iberlibro. Hubo suerte. Unos días más tarde lo recibí en casa.
Recuerdo el abandono de aquellos días. Daba mis clases con el piloto automático y, cuando volvía a casa, cumplía mínimamente con mis obligaciones domésticas, hacía algo de caso a las niñas y me encerraba a leer Territorio negro, un engendro de más novecientas páginas de difícil digestión. Era un libro complejo, ambiciosísimo, en el que imaginé a Pardo soñando con críticas desaforadas, puros ditirambos, en los que dirían cosas como que había escrito una novela excepcional, única, un clásico moderno en el que diseccionaba con pericia de cirujano las preocupaciones de la sociedad occidental en los estertores del siglo XX, una genialidad a la altura de Marcel Proust o James Joyce.
Era un bodrio infumable, pretencioso, cargante, lleno de lugares comunes y críticas absurdas a una sociedad que su autor era incapaz de entender. Lo abandoné en la página 400 y dudo mucho que alguien lo haya terminado. Luego busqué en Internet sus otras novelas. Todas estaban descatalogadas, incluso Cuatro huellas de nadie, su gran éxito de juventud. Releí entonces la breve reseña que aparecía en el ensayo donde me había reencontrado con su nombre: «En esta década también podemos encontrar intentos de recuperar las técnicas narrativas de la novela experimental, como puede ser el caso de Territorio negro, de Arturo Pardo, una novela que naufraga en su pretensión de contar todo el siglo XX a través de las voces de varios miembros de una misma familia que no sabe adaptarse a la nueva realidad después de la Transición. De forma análoga, Arturo Pardo parece naufragar en su intento de adaptarse a las corrientes novelística de final de siglo, anclado en una concepción de la narrativa que acabaría lastrando su obra hasta condenarla a la irrelevancia.»
En mi primera lectura, aquella crítica tan hiriente me había parecido que tenía el tono de un ataque personal. En aquel momento me pareció más un epitafio. Allí se resumía toda una vida dedicada a la literatura, en unas líneas lacerantes dentro de un libro para especialistas que apenas tendría lectores.
Dos o tres días más tarde –ya digo que fue una decisión meditada y racional– arrojé a la basura todas las notas y los borradores de la novela en la que llevaba trabajando más de dos años, una novela que yo imaginaba excepcional, única, un clásico moderno en el que diseccionaba con pericia de cirujano las preocupaciones de la sociedad occidental en los albores del siglo XXI, una genialidad a la altura de Philip Roth o José Saramago.
Desde ese momento, mi relación con María comenzó a mejorar, poco a poco, en un proceso lento pero firme, hasta que volvimos a reconocernos como aquella pareja que un día había decidido emprender un proyecto de vida compartida y formar una familia.
Unos meses más tarde, supe por una amiga que María, durante aquellos días en los que el nombre de Arturo Pardo me había perseguido por todas partes, había pensado seriamente en abandonarme. Incluso había llegado a ver pisos de alquiler para ella y las niñas. María nunca me lo había contado.
Y esta es toda la historia. Así fue como decidí dejar de escribir. No sé si para siempre. Nunca se sabe.