LEY DE VIDA
Yo tuve la suerte de tener un padre muy moderno, que sigue vivo, por cierto, y todavía tiene cuerda para rato. Si hablo de él en pasado es porque lo estoy recordando tal como era cuando yo tenía quince o dieciséis años. Era más moderno que cualquiera de los padres de mis amigos, aunque eso lo pienso ahora, a mí entonces me parecía un carroza. Llevaba el pelo largo y vestía siempre con vaqueros y camisas llamativas, un poco jipis. Así lo recuerdo y así aparece en la mayoría de las fotos que se conservan de aquella época. Ahora me doy cuenta de que debía de tener solo unos treinta y cinco años, la edad en la que yo tuve a mi primer hijo.
Mi padre era un apasionado del rock, un fanático. Escuchar música y comprar discos era lo que más le entusiasmaba en la vida. Teníamos la casa llena de discos y casetes. Todavía recuerdo el viejo 127 con la guantera y el salpicadero abarrotados de aquellos dispositivos sonoros, que hoy parecen objetos antediluvianos.
Para mi padre el rock and roll era algo parecido a una religión, y fue la única creencia que intentó inculcarme desde que tuve uso de razón. Sus discos fueron la banda sonora de mi infancia, con algunas aportaciones de mi madre, que escuchaba cosas como la Pantoja o Julio Iglesias cuando mi padre no estaba en casa. Un contraste total.
Mi padre había sido fan de los Rolling Stones y de los Beatles cuando aquí solo los conocían cuatro enteradillos, pero en los tiempos de mi adolescencia, a mediados de los 80, había evolucionado hacia el rock progresivo y lo recuerdo más escuchando a Pink Floyd, Led Zeppelin, Fleetwood Mac, King Crimson, Yes, Jethro Tull… Hoy todavía escucho de vez en cuando los discos de algunas de estas bandas, pero por entonces atravesaba una fase muy rebelde y solo me gustaba el punk: Sex Pistols, Dead Kennedys, los Clash, los Ramones, Kortatu, Zer Bizio?, Eskorbuto…, un montón de grupos que sacaban de quicio a mi padre y que le hacían pensar que, por alguna razón que se le escapaba, no había servido de nada el adoctrinamiento musical al que me había sometido.
Intentó reconducirme por la buena senda poniéndome hasta la saciedad los temas del The Wall de Pink Floyd y el «Bohemian Rhapsody» de Queen, que por entonces me parecía espantoso, especialmente cuando cantaban aquella chorrada de «Galileo, Galileo», que hasta me daba risa. «No me digas que no te gusta esto, David. Mola, ¿eh?», me decía mi viejo con la esperanza de convencerme para que yo solito abandonara la equivocada senda del punk. Yo me encogía de hombros sin saber muy bien qué decir y me iba a mi habitación a escuchar a La Polla Records a todo volumen.
A veces no aceptaba la derrota y arremetía contra los grupos que me gustaban intentando persuadirme con argumentos, diciendo que no entendía que pudiera escuchar a unos tíos que lo único que hacían era aporrear las guitarras y dar berridos, algo que yo no podía negar, pero que rebatía diciendo que él no lo entendía, que estaba desfasado, fuera de onda.
Me acaba de venir a la memoria una conversación que tuve con mi padre y mi tío Antonio pon entonces. Estábamos en nuestra casa, celebrando alguna fiesta familiar, un cumpleaños o algo así, y me llevé a mi habitación a mis primos, los hijos de mi tío Antonio, para ponerles algún disco de los míos, no recuerdo cuál, alguna nueva adquisición, supongo. Mi padre y mi tío Antonio vinieron a buscarnos y nos preguntaron qué estábamos haciendo. «Escuchando música» les dije. «Música dice», soltó mi padre, «¿en serio? Eso no es música, chicos. Eso es basura. Llamemos a las cosas por su nombre.» «Es punk, papá», le expliqué resoplando, «y que a ti no te guste no significa que no le pueda gustar a nadie.»
No sabía yo entonces que la palabra “punk” se puede traducir por “basura, escoria, suciedad”, si no le habría dicho que lo había clavado y que tenía todo el derecho del mundo a que me gustara la basura.
«Esta juventud está perdida, Antonio, te lo digo yo», continuó mi padre con la matraca, «en lugar de evolucionar, vamos para atrás. Ahora que hay grupos rock que tocan y cantan de puta madre, estos chavales prefieren escuchar a un montón de tíos guarros que cantan como si fueran retrasados y no tienen ni puta idea de tocar ningún instrumento.» «Pero esto es siempre así, Martín», le dijo mi tío a mi padre mucho más condescendiente, «los adolescentes siempre escuchan la música que más puede joder a sus viejos. Es ley de vida. Te miro y estoy viendo ahora mismo a nuestro padre cuando se metía con la música que escuchábamos nosotros o con tu pelo largo. ¿O crees tú que a padre los Rolling le parecían unos virtuosos? Seguro que él tampoco ha entendido nunca que prefiriésemos escuchar el Let It Bleed antes que los grandes éxitos de Antonio Molina.»
Y me acuerdo ahora de todo esto porque voy con mis hijos en el coche y me han hecho apagar la música. Mi hijo mayor, que tiene quince años, le está poniendo canciones con el móvil a su hermano mientras le explica con qué temas empezaron a triunfar algunos de sus ídolos. Por eso ahora comprendo el cabreo que tenía mi padre en mi época punk, y lo que quiso decir mi tío Antonio cuando le explicó que los adolescentes siempre eligen la música con la que mejor pueden dar por culo a sus viejos. Nunca pensé que me pudiera pasar a mí. Aunque fui evolucionando en mis gustos musicales, nunca dejé de escuchar grupos ruidosos, de todo tipo: punk, hardcore, metal, noise, industrial… Siempre pensé que ningún hijo mío podría encontrar algo más ruidoso y molesto que lo que yo escuchaba. De lo que no me di cuenta es de que no solo el ruido puede resultar molesto, o, dicho de otra forma, no me di cuenta de que puede haber muchas formas de ruido.
Porque hoy el ruido ya no tiene ritmo de rock. Hoy tiene el ritmo odioso y machacón del reguetón y el trap, o de esa mezcla bastarda e insufrible que exportan los artistas puertorriqueños que copan las listas de éxitos. En las listas de reproducción con las que me torturan mis hijos (que no tienen un puñetero disco y jamás se han interesado por ninguno de los míos), aparecen nombres ridículos como Bad Bunny, Daddy Yankee, C. Tangana, Anuel AA, Ozuna, Maluma…* Pillo al azar algunas frases de lo que están escuchando y me llegan cosas como “te gustan las mujeres pero te encanta el bicho”, aunque no me molestan tanto las letras de mierda de esas canciones como la basura de música que las acompaña. Y como sé que es ley de vida, como dijo mi tío Antonio, intento morderme la lengua para no ser como mi padre, incluso cuando creo entender que cantan “agárralo con tu mano y verás que es algo sano”. Está siendo una prueba de fuego demasiado dura. No sé si voy a soportar todo el viaje escuchando a estos subnormales.
El único consuelo que me queda es imaginar con qué mierda mucho mayor que esta atormentarán a mis hijos mis futuros nietos el día de mañana.
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*Nota del autor: Para escribir este relato hice un trabajo previo de documentación tan serio como en el resto mis obras narrativas, sin embargo, he de confesar que no fui capaz de escuchar entera ninguna canción de reguetón o trap. Para escribir, tampoco hace falta correr riesgos innecesarios.